30 de enero de 2015

Epílogo


 Los muros de una vivienda suelen ser, desde su construcción, exactamente los mismos, conformados a lo largo del tiempo por los ladrillos, azulejos y puertas de siempre. Tras más de una veintena de años subiendo y bajando sus escaleras, abriendo y cerrando sus ventanas, hoy me doy cuenta de que el mismo edificio ha albergado diferentes hogares de una sola familia. La hemos moldeado como el barro girando sin cesar en el torno, la hicimos crecer, rectificamos y pulimos con suma delicadeza. De idéntica forma que se desarrolla aquel bolero de Ravel, que hemos disfrutado juntos hasta la saciedad: simple y sin artificio, marcado por un ritmo incesante y marcial que pudieran ser los péndulos de la decena de relojes pobladores de nuestras paredes. Solistas mamá cual dulce flauta y tú, insigne clarinete creando la melodía principal, nos distéis paso poco a poco a nuevos miembros. Cada vez más voces en casa orquestadas en perfecta armonía, creando una envolvente atmósfera. Y con la suma de todos los instrumentos se hermoseaban los pasillos, volvíamos envidiosos a los vecinos y a aquellos que vitoreaban el retumbar de los cimientos. Un crescendo in extremis precedió al derrumbe final. ¿Cómo si tantas veces escuchamos el bolero no pudimos percatarnos de que no éramos sólo público? ¿Por qué si era bien sabido su final no fuimos capaces de alargarlo más? Diecisiete minutos de partitura que acaban súbito. Tal era el volumen de la música que al enmudecerse nos sorprendió el hundimiento de los pilares y ahora recogemos en pedacitos el resultado. Vivimos tan dichosos interpretando la obra que tu silencio es, un año después, la mayor de nuestras tragedias.