Los muros de una vivienda suelen
ser, desde su construcción, exactamente los mismos, conformados a lo largo del
tiempo por los ladrillos, azulejos y puertas de siempre. Tras más de una
veintena de años subiendo y bajando sus escaleras, abriendo y cerrando sus
ventanas, hoy me doy cuenta de que el mismo edificio ha albergado diferentes
hogares de una sola familia. La hemos moldeado como el barro girando sin cesar
en el torno, la hicimos crecer, rectificamos y pulimos con suma delicadeza. De
idéntica forma que se desarrolla aquel bolero de Ravel, que hemos disfrutado
juntos hasta la saciedad: simple y sin artificio, marcado por un ritmo
incesante y marcial que pudieran ser los péndulos de la decena de relojes pobladores
de nuestras paredes. Solistas mamá cual dulce flauta y tú, insigne clarinete
creando la melodía principal, nos distéis paso poco a poco a nuevos miembros.
Cada vez más voces en casa orquestadas en perfecta armonía, creando una
envolvente atmósfera. Y con la suma de todos los instrumentos se hermoseaban
los pasillos, volvíamos envidiosos a los vecinos y a aquellos que vitoreaban el
retumbar de los cimientos. Un crescendo in extremis precedió al derrumbe final.
¿Cómo si tantas veces escuchamos el bolero no pudimos percatarnos de que no
éramos sólo público? ¿Por qué si era bien sabido su final no fuimos capaces de
alargarlo más? Diecisiete minutos de partitura que acaban súbito. Tal era el
volumen de la música que al enmudecerse nos sorprendió el hundimiento de los
pilares y ahora recogemos en pedacitos el resultado. Vivimos tan dichosos
interpretando la obra que tu silencio es, un año después, la mayor de nuestras
tragedias.