30 de enero de 2015

Fuego




 ¿Qué necesita una habitación para sentirse llena? ¿Qué falta para dejar un corazón vacío? Fuego.

 Es la presencia del fuego que nos llevó a ese salón hace un año, el calor de una familia tremendamente unida, como nunca. Éramos tan sólo cuatro pero abarrotábamos la sala de felicidad. Perdimos la consciencia del tiempo, no sé cuántas horas fueron, aunque cada gesto quedó grabado muy dentro. Todo lo presenció una hoguera con unas llamas que se alzaban tan mayúsculas que derritieron el frío cielo y una tormenta las apagó súbito. Furiosa, envidiosa y prepotente inundó de lágrimas las paredes, encharcó los marcos de fotos y aquel retrato de la escalera. Cuales náufragos nos cogimos las manos e hicimos fuerte en la pequeña isla a la que nos empujó la marea, pero sin ti.

 Todas las noches subo a lo más alto, enciendo mi pequeña fogata que te sirva como faro si andas aún desorientado y paso las horas esquivando pesadillas que me quieren arrojar por el precipicio. Al alba, arranco otra hoja del calendario, descarto de nuevo la opción de que vuelvas. Un día grité desgarrándome hasta la saciedad “recuerde el alma dormida” y ahora los traicioneros ecos devuelven tu voz intentando deformarla. Y es que no se puede recordar algo que no se ha olvidado. A lo lejos me confunden barcos mercantes que trafican con silencio y sombras de un universo donde el único astro que brilla es tu preclaro perfil. Un día me pregunté cómo explicaría a quienes no te conocieron que, tras un instante, en aquella chimenea te hiciste ceniza.


 Hago recuento, cuento y vuelvo a contar con los dedos lo que perdimos. Doscientos seis huesos como columnas de esta casa que hogaño tirita sin rigidez, desprotegidos. Más de seiscientos músculos, pero luchamos fuerte para que no se atrofien los diecisiete que se necesitan para volver a sonreír.